jueves, 15 de mayo de 2025

ESTADOS POSTSOVIÉTICOS

Lo intento sin éxito en varias papelerías y dos bazares chinos. Una mañana, camino del trabajo, decido probar en el Carrefour de San Blas y aparco debajo de un árbol. Mi obsesión sobrevenida por los estados postsoviéticos, junto con el ansia de entender mejor la geopolítica mundial, me impele desde hace días a comprar un mapamundi. No quiero consultar un mapa en Internet, lo quiero en papel y bien grande. No busco un atlas ni un globo terráqueo (ya tengo, aunque en mi atlas todavía existe la URSS). Quiero un mapamundi para ponerlo en la pared, donde ya tengo uno de Europa que se me queda corto por razones obvias.

Entro en el Carrefour sabiendo que es poco probable, aunque no imposible, salir con mi mapa enrollado bajo el brazo. De paso pienso comprar papel higiénico y aceite. Pero primero el mapa. No encuentro cesta al cruzar la puerta y pregunto a una señora rubia con moño sentada en un taburete alto, que a todas luces está ahí para informar o algo, porque lleva uniforme de la empresa y un walkie-talkie, y parece escrutar a los visitantes. Con fuerte acento del Este y actitud poco amistosa, la señora me dice que las cestas están ahí a la vuelta, sin señalar a ningún sitio en concreto. Me dirijo ahí a la vuelta, a izquierda, derecha, adelante y atrás, trazando círculos concéntricos sin avistar ninguna cesta o montaña de cestas. Con resolutivas prisas, meto el móvil en el bolsillo del abrigo y espero en una caja de cobro a que alguien suelte una cesta.

Ya tengo cesta. Venga, primero el mapamundi. Busco intensamente entre el material de papelería, los artículos escolares, los atlas, los lienzos, cartulinas y pinceles. Veo mapas de España por doquier, físicos, políticos, mudos y bilingües. Ni rastro del resto del Mundo. Me inquieta la posibilidad de llegar tarde al trabajo, así que pregunto a un empleado captado a traición. Dice que en algún momento tuvieron mapamundis PERO YA NO. Pregunto con ansiedad si volverán a tener. Me dedica una mirada entre incrédula y compasiva y se encoge de hombros. Estoy frustrada pero le doy las gracias y voy directa a la sección de droguería. En el trayecto tomo conciencia de que estoy en San Blas y no hay clase en los institutos por alguna fiesta escolar. En efecto, hay muchos adolescentes a mi alrededor y opto por llevar el móvil en la mano para evitar una sustracción al descuido.

Preocupada por la hora, escojo papel higiénico de doble capa, cambio de sección y pillo el aceite al pasar. Llego corriendo a la caja. En la cola descubro que YA NO llevo el móvil en la mano. Atribulada, busco en mi mochila, en el abrigo, en todas partes. No lo tengo. Otra vez, otra vez. Al primer señor que veo, le suplico que me llame al móvil. Amablemente marca mi número mientras una mujer dice que va a ser peor si alguien lo oye porque entonces lo van a coger y se lo van a quedar (en términos soviéticos, me lo van a socializar). Mierda, es cierto. Cuelgue, señor, cuelgue, muchas gracias de todos modos.

Una cajera me sugiere preguntarle a la responsable del control de accesos, una señora rubia con moño. Vuelvo al origen, le pregunto si alguien le ha entregado un móvil, y la señora del moño dice muy seria que lo siente PERO NO. Cuando amago con derrumbarme, sonríe maliciosamente, saca del bolsillo un móvil igual que el mío y me ordena que lo desbloquee para comprobar que soy la propietaria. Antes de darme vía libre, con marcado acento del Este me reprende diciendo que NO SE PUEDE estar tan estresada en la vida y que tengo que tranquilizarme. Siento un poco de miedo ante su mirada burlona, que es la del propio Stalin enviándome al gulag más remoto y miserable de Siberia. Me deshago en agradecimientos mientras pienso que es una cabrona sádica aunque me haya devuelto el móvil. También pienso que he juzgado duramente a los adolescentes de San Blas, que al fin y al cabo no me han sustraído nada. Me avergüenzo de estar estresada y viva.

Hoy tampoco he conseguido el mapa para estudiar detenidamente los Estados postsoviéticos terminados en -stán. Miro la hora en el móvil y monto en mi coche estacionado bajo un árbol. El cielo se ha nublado mucho. Llego tarde al trabajo.

miércoles, 26 de abril de 2023

Todo se viene abajo. TODO.

Conduzco el coche que heredé de mi padre, un Peugeot 206 gris de veinte años. Voy un poco avergonzada y bastante temblorosa, agachada tras el volante como una ardilla asustada. En el capó pone PUTA, y a lo largo de todo el flanco del conductor pone ZORRA en enormes caracteres negros. No estoy orgullosa pero podría ser peor.

Me saqué el carné justo antes del primer confinamiento, con 49 años. Aprobé a la primera y en realidad conduzco bastante bien y soy capaz de aparcar casi en todas partes sin asistencia.

Me detengo en un paso de peatones. El chico que cruza mira el coche, me mira a mí, mira el coche. Me hundo un poco más en el asiento lleno de ceniza, aunque no tanto como para perder la poca visibilidad que tengo. Estoy estrenando progresivas y todo parece ondulante y borroso. Todo es ondulante y borroso, pienso mientras el chico cruza y mira.

Además de PUTA y ZORRA, tengo algo ilegible pintado en el parabrisas. No pintado: emborronado. Para ser sincera, tengo todo el parabrisas aerografiado en negro. Abajo del todo queda una pequeña rendija por la que mirar al exterior. El coche no lo heredé así, claro está. Mi padre era casi siempre una persona formal.

Avanzo muy despacio por el camino de tierra señalizado como Área restringida. Prohibido el paso excepto vehículos autorizados. No soy un vehículo autorizado pero sigo adelante. A estas alturas todo me da igual. Sólo tiemblo un poco, me escondo, miro por la rendija y sigo adelante. El agente de policía me hace una seña (creo) para que baje la ventanilla, creo. Bajo el cristal, me mira sonriente y dice Eso es personal. Pongo cara de autosuficiencia y respondo que eso parece. El calificativo Puta-Zorra suele ser personal salvo excepciones, pienso. Enseguida me retracto: no es personal sino universal e indiscriminado. Si el artista me conociera personalmente y hubiera querido ser fiel a la realidad y ofender de paso, habría escrito Pura-Casta en la carrocería. Pero en estos tiempos ya nadie se molesta en conocer a su víctima.

El agente me indica que aparque y salga. Fugazmente pienso que debería sacar los bastones de marcha nórdica sin estrenar que llevo en el maletero, por si me da por andar o por defenderme a la nórdica. Me da pereza y los dejo de momento. Abandono el coche con la certeza de que todo se viene abajo en general y en particular. Tengo el DNI caducado hace cuatro meses. Hice intentos de renovarlo pero ninguno cuajó.

Hace mucho frío. En la sala de espera, los dedos se me quedan sin riego, insensibles y color cadáver. Durante un milisegundo me preocupa mi imagen. Supongo que parezco una trastornada que ha grafiteado su coche para poner una denuncia falsa y sacar algún dinerillo. La sensación de que ya soy un cadáver despeja de inmediato el escrúpulo narcisista. 

Ahora trato de convencerme de que la Justicia y la Verdad están de mi parte. Eso espero, joder. 

Joder, qué frío.

viernes, 3 de julio de 2020

ESTADO DE ALARMA

He empezado el día matando un saltamontes a clancletazos. Tras varios golpes, ha quedado agonizante pero vivo. Se me ha puesto mal cuerpo y me ha agarrado una sensación de haber obrado mal, muy mal, contra natura.
Al levantarme de la cama, he ido directa al baño sin ponerme las gafas, cosa rara porque es lo primero que suelo hacer al abandonar la horizontal. Me he sentado en el inodoro y entonces le he visto. Aunque sería más preciso decir que no le he visto. En realidad he apreciado un borrón justo enfrente de mis pies. Con una urgencia de trinchera amenazada, he descalzado mi pie derecho y le he asestado el primer clancletazo sin pensarlo, sin verlo y sin abandonar mi posición. Al notar que aún se movía, he despegado el culo de la taza y le he atizado más y más con el pánico reptiliano de mi cerebro dormido.
En parte por miedo y en parte porque algo no cuadraba, he corrido a por las gafas, he vuelto a la escena del crimen y entonces le he visto. Verde árbol, inocente, masacrado, y todavía vivo. Esto ha sido peor: el córtex y la vista ya me funcionaban, no era una cucaracha grande como yo creía. Era lo que era, un pobre saltamontes desorientado frente a mi impresionable miopía. Dios, qué mal rollo. He tenido que rematarlo, joder, no podía dejarle así. Aunque no soy budista ni especialmente animalista, me pesa haber matado al bicho, de tan mala manera además. Me fastidia haber hecho, presa del pánico, algo que no habría hecho en otras condiciones ópticas y de consciencia .
Si hubiera mantenido la calma, habría liberado al frágil saltamontes lanzándolo suavemente al jardín, de donde (supongo) procedía. Culminar el error ha sido horrible, espantoso, no daré detalles. Cuando saque la basura esta noche, no podré dejar de pensar que ahí va la víctima de mi deplorable estado de alerta permanente.


sábado, 10 de marzo de 2018

Quebrantahuesos -o De cómo y por qué convertirse en Robocop para descansar un poco-


Cuando no puedo con la vida, me rompo un codo. Sencillamente ocurre, no lo hago aposta. Viene muy bien para descansar, aunque es complicado ducharse con la escayola. Sé de lo que hablo porque me he roto los dos codos con un año exacto de distancia entre fractura y fractura. Entre fractura y fractura es un decir, porque fueron varias fracturas simultáneas, exactamente las mismas, en las dos ocasiones.

Soy una persona normal con un trabajo anormal -penoso, si prefieren-. A veces no puedo más y me rompo un codo. Las fracturas de codo duelen mucho. Mucho más que una rodilla, por ejemplo, que en eso también tengo experiencia. Parece ser que las fracturas son más dolorosas cuanto más cerca están de los centros vitales constituidos por el corazón y el cerebro. Sin embargo, sigo recomendando romperse un codo cuando no se puede más. Entre el suicidio y la escayola, ustedes dirán.

Quiero hablarles de mis fracturas gemelas con un año de intervalo. Me he roto de un golpe -literalmente de dos- la cabeza del húmero, la cabeza del radio, la cabeza del cúbito, los dos cóndilos y la tróclea. En total, las dos cabezas del húmero, las dos del radio, las dos del cúbito, los cuatro cóndilos y la dos trócleas.

Esto funciona así: llegas al hospital con un dolor importante y te dicen te has roto el codo o te has roto el (otro) codo otra vez. Mientras esperas a que te hagan unas radiografías, te escayolan el codo roto (no el sano, con suerte) para inmovilizar la articulación y que no vuelvas a cagarla resbalándote en un pasillo o intentando doblar el brazo. Luego te quitan la escayola, te hacen las radiografías y te dicen es una fractura quirúrgica, ¿sabes lo que significa?

Significa que te toman por gilipollas y piensan que no has conseguido el graduado escolar. Bueno, aclaro por si acaso que "quirúrgica" significa date por jodida, hay que operarte por torpe y gilipollas. Aclaro también que no soy tan torpe, pero a veces necesito descansar.

En fin. Dicen te has pulverizado todos los huesos del codo, todos, y la única forma de solucionarlo es operar cuando haya quirófano, ¿has venido con alguien?, ¿lloras porque te duele?, tráele un Voltarén a la chica de la fractura quirúrgica, que parece que le duele.

Bien. Voltarén y a seguir llorando. Me explican que esto se soluciona uniendo los trocitos rotos con unos tornillos de titanio. Verás qué bien, tenemos unos carpinteros de primera, pero hay que esperar un quirófano libre.

En el quirófano libre, diez horas después, alguien dice Joder, qué hostia te has dado. ¿Te has caído? ¿Eres alérgica al huevo?
No, no soy alérgica al huevo, pero sí a los antibióticos, ¿me oyen?, podrían matarme si me inyectan antibióticos. No me van a poner antibióticos, ¿verdad?, ¿puede alguien contestarme?... ¿Oigan?

¿Te has caído o te has tirado? ¿A qué antibióticos exactamente?
A la penicilina y sus derivados, ¿no lo pone ahí?, debería ponerlo. Me dio un choque anafiláctico por inyectarme antibióticos.

Pónle la mascarilla. ¿Cómo se llama la chica? Cuenta hacia atrás de diez a cero, guapa. Tranquila, ¿eh?
Oiga, oiga, me llamo Raquel y soy alérg... a... ah... al... oi...



miércoles, 5 de septiembre de 2012

Tan arbitrario

Qué solos se quedan los locos. Este verano me he dado cuenta de que la enfermedad mental ajena se convierte en propia. No, no se convierte en propia, sino que la enfermedad del otro delimita la propia -por comparación, ya saben-. Frente al loco, uno siente miedo, compasión, necesidad de poner orden, de sujetarle, de reducirle. En cualquier caso, necesidad de alejarle ya que él no se aleja, no se ordena, no se sujeta. ¿No sintió lo mismo el loco cuando aún parecía cuerdo?

Me parece comprender que el loco nos vuelve locos. No logramos sujetar al loco, sino nuestra propia locura. Sujetamos nuestra locura alejando al loco o alejándonos nosotros. No transmitimos cordura. Simplemente establecemos un límite para seguir siendo neuróticos en vez de psicóticos. Límite necesario, no lo niego, aunque tan arbitrario como cualquier frontera. El miedo es el sonido de la propia locura luchando por desatarse.

Una sociedad que no aprende a acercarse al loco es una sociedad llena de miedo. ¿Escuchan ustedes el sonido?