Lo intento sin éxito en varias papelerías y dos bazares chinos. Una mañana, camino del trabajo, decido probar en el Carrefour de San Blas y aparco debajo de un árbol. Mi obsesión sobrevenida por los estados postsoviéticos, junto con el ansia de entender mejor la geopolítica mundial, me impele desde hace días a comprar un mapamundi. No quiero consultar un mapa en Internet, lo quiero en papel y bien grande. No busco un atlas ni un globo terráqueo (ya tengo, aunque en mi atlas todavía existe la URSS). Quiero un mapamundi para ponerlo en la pared, donde ya tengo uno de Europa que se me queda corto por razones obvias.
Entro en el Carrefour sabiendo que es poco probable, aunque no imposible, salir con mi mapa enrollado bajo el brazo. De paso pienso comprar papel higiénico y aceite. Pero primero el mapa. No encuentro cesta al cruzar la puerta y pregunto a una señora rubia con moño sentada en un taburete alto, que a todas luces está ahí para informar o algo, porque lleva uniforme de la empresa y un walkie-talkie, y parece escrutar a los visitantes. Con fuerte acento del Este y actitud poco amistosa, la señora me dice que las cestas están ahí a la vuelta, sin señalar a ningún sitio en concreto. Me dirijo ahí a la vuelta, a izquierda, derecha, adelante y atrás, trazando círculos concéntricos sin avistar ninguna cesta o montaña de cestas. Con resolutivas prisas, meto el móvil en el bolsillo del abrigo y espero en una caja de cobro a que alguien suelte una cesta.
Ya tengo cesta. Venga, primero el mapamundi. Busco intensamente entre el material de papelería, los artículos escolares, los atlas, los lienzos, cartulinas y pinceles. Veo mapas de España por doquier, físicos, políticos, mudos y bilingües. Ni rastro del resto del Mundo. Me inquieta la posibilidad de llegar tarde al trabajo, así que pregunto a un empleado captado a traición. Dice que en algún momento tuvieron mapamundis PERO YA NO. Pregunto con ansiedad si volverán a tener. Me dedica una mirada entre incrédula y compasiva y se encoge de hombros. Estoy frustrada pero le doy las gracias y voy directa a la sección de droguería. En el trayecto tomo conciencia de que estoy en San Blas y no hay clase en los institutos por alguna fiesta escolar. En efecto, hay muchos adolescentes a mi alrededor y opto por llevar el móvil en la mano para evitar una sustracción al descuido.
Preocupada por la hora, escojo papel higiénico de doble capa, cambio de sección y pillo el aceite al pasar. Llego corriendo a la caja. En la cola descubro que YA NO llevo el móvil en la mano. Atribulada, busco en mi mochila, en el abrigo, en todas partes. No lo tengo. Otra vez, otra vez. Al primer señor que veo, le suplico que me llame al móvil. Amablemente marca mi número mientras una mujer dice que va a ser peor si alguien lo oye porque entonces lo van a coger y se lo van a quedar (en términos soviéticos, me lo van a socializar). Mierda, es cierto. Cuelgue, señor, cuelgue, muchas gracias de todos modos.
Una cajera me sugiere preguntarle a la responsable del control de accesos, una señora rubia con moño. Vuelvo al origen, le pregunto si alguien le ha entregado un móvil, y la señora del moño dice muy seria que lo siente PERO NO. Cuando amago con derrumbarme, sonríe maliciosamente, saca del bolsillo un móvil igual que el mío y me ordena que lo desbloquee para comprobar que soy la propietaria. Antes de darme vía libre, con marcado acento del Este me reprende diciendo que NO SE PUEDE estar tan estresada en la vida y que tengo que tranquilizarme. Siento un poco de miedo ante su mirada burlona, que es la del propio Stalin enviándome al gulag más remoto y miserable de Siberia. Me deshago en agradecimientos mientras pienso que es una cabrona sádica aunque me haya devuelto el móvil. También pienso que he juzgado duramente a los adolescentes de San Blas, que al fin y al cabo no me han sustraído nada. Me avergüenzo de estar estresada y viva.
Hoy tampoco he conseguido el mapa para estudiar detenidamente los Estados postsoviéticos terminados en -stán. Miro la hora en el móvil y monto en mi coche estacionado bajo un árbol. El cielo se ha nublado mucho. Llego tarde al trabajo.